El (juego del) pañuelo rosa
En un momento dado de la vida de un muchacho como yo, una joven se fijó en mi. Yo no sabía ni tan solo nada de ella, así como tampoco sus intenciones hacia mí. Diciendo esto puede parecer que dicha chica se enamoró de mí, o al menos le gustaba. Sin embargo, lo que me ocurrió no fue así en absoluto. La chica a la que me refiero la desconocía por completo, pero quien sabe si alguna vez la vi o me la encontré antes sin darme cuenta por doquier.
Iba yo andando por la calle, bajo un sol abrasador de un intenso día veraniego. El calor era bastante insoportable y el sudor colmaba los poros de mi piel. No recuerdo bien adonde me dirigía exactamente, aunque no parecía que me preocupase demasiado, a pesar de que debiera importarme. Miraba al suelo de la calle concentrado donde observaba fijamente la sombra cuyos movimientos eran los míos propios. En la calle no se hallaba persona alguna, seguramente consecuencia del áspero calor que caía del cielo. A pesar de todo, me acercaba a la terraza de un bar con una sombra paradisíaca repleta de gente sin un hueco a ocupar. Proyecté mis ojos en ese oasis de frescura y me fijé especialmente en una chica de una impecable piel morena que vestía de corto y portaba colgado de su hombro derecho un bolso. Poseía unas preciosas piernas de esa misma piel tan maravillosa. Nunca olvidaré esa piel tan bella: se asemejaba a la más suave seda. Su figura era colmada y ornada por un liso cabello dorado; toda ella se hallaba de pie justo al lado de una farola, tras el gentío de la terraza del bar. Era muy bonito mi sueño viviente, pero como todo, tarde o temprano, se truncó.
Aún caminando hacia la terraza pero sin desviar la vista de la joven, observé fugazmente mi sombra fusionada con otra que provenía de atrás de mi espalda. Dibujado en el suelo, un objeto punzante vi asomarse tras mi hombro derecho. Me giré repentinamente alzando la mano como acto reflejo. Un hombre con un arma blanca en la mano se disponía a atacarme o, más bien, atracarme, aunque encima no llevaba mucho más que la cartera. La trayectoria del puñal se vió interrumpida por mi mano alzada anteriormente, desgarrándome la carne de la palma de abajo a arriba. Hoy aún tengo la cicatriz muy visible y distinguible. Herida mi mano, caí al suelo quejándome de dolor. El delincuente aprovechó la ventaja que había conseguido para patearme y robarme la cartera de los bolsillos posteriores del pantalón. Alcé un poco la cabeza, me giré y observé huir a ese sinvergüenza. Cuando tumbé la cabeza hacia el lado opuesto, hacia delante, me encontré unos pies que continuaban en unas piernas desnudas. Fijé los ojos arriba y la chica de piel de seda se encontraba ante mi desgraciada posición. Rápidamente la joven se ofreció para ayudarme, había visto lo sucedido. Se agachó.
―Chico, ¿estás bien?
―¡Ah! Mi mano...
―A ver, déjame verla. Te ha hecho un buen desgarre ese individuo. ¿Pero tú estás bien?
―¿Eh? Sí, sólo es la mano, pero me sangra bastante.
―¿Te ha robado algo?
―Llevaba la cartera. Creo que me la quitó.
―Ten coge este pañuelo.
―Pero te lo mancharé.
―Ven, te vendaré la mano. Tendrás que ir al médico para que te la cure.
―Muchas gracias, por ayudarme y tomarte esta molestia.
―No tiene importancia.
La chica muy amablemente me ayudó y pude tener contacto con su hermosa y sedosa piel. Me vendó la mano con un blanquíssimo pañuelo de una pulcritud que realmente atesoraba una belleza inigual asemejada a sí misma. Me levanté custodiado por ella y estuvimos frente a frente, cosa que no me hubiera imaginado minutos antes de lo ocurrido. Me olvidé de todo cuando la tenía ante mis ojos. Una brisa sopló tras mi espalda y me relajé, quizás demasiado. Cerré los ojos con un relajamiento somnoliento y cuando la luz impregnó de nuevo las retinas de mis ojos, ella había desaparecido. Estaba tan concentrado que lo ignoré todo. De repente, recordé la cartera, puse mi mano sana en el bolsillo donde la guardaba y ya no la hallé. Tuve que ir a denunciar el robo. Me dijeron que ya me llamarían para decirme algo, antes habiéndome pedido algunos datos personales y preguntando detalles del acontecimiento. Cuando salí de nuevo a la calle, sin saber qué rumbo tomar ni donde dejarme caer, pensé en como le devolvería el pañuelo manchado de mi sangre a la joven que me auxilió. ¿Cómo la encontraría? Sería difícil. Nunca creí que pudiera encontrarla en el futuro porque no sabía nada de ella. Sin embargo, después de otros futuros impensables acontecimientos la hallé, al menos, eso me parecía, pero esto ocurrió más adelante.
Al día siguiente fui al médico para que me hecharan un vistazo a la herida de la mano. Después de media hora de espera me antedieron y, una vez en la consulta del doctor, la mano fue revisada por un experto. Al salir, me había dicho que tendría que vacunarme del tétano por lo que le conté, al tratarse de un objeto metálico que quién sabe en qué estado podía estar y qué microbios pudiera haberme transmitido. Salí de las oficinas médicas ya que ya terminé mi estancia allí. Me aireé un poco.
Había estado pensando en la chica del día precendente al que vivía, no me acordaba de nada más, lo cual me costó un poco caro. En la chaqueta llevaba el teléfono móvil y de repente sonó. Descolgué y el mundo se me cayó encima cuando comprové quien era. Me había citado el mismo día del robo con la que era mi pareja sentimental, o mejor dicho, mi novia, Clara. No recuerdo bien donde teníamos que encontrarnos, pero hacía un día entero que ni me acordaba de ella y encima no acudí al encuentro que planificamos. Evidentemente se enojó y decepcionó conmigo. Le dije que le debía una explicación y que tenía una excusa válida bajo mi punto de vista, pero ella no aceptó que se la contara: “¡No quiero ninguna explicación! Si de verdad me quieres tanto ¿qué es más importante que no acudir donde nos citamos?” Le insistí, pero seguía cabezuda que no le contase excusas baratas. Dada su cabezonería, no tuve más remedio que recurrir al chillido: “¡Me atracaron, ¿vale?!”. Pero supo sobreponerse a la excusa que le dí, que era cierta: “Mientes...” A partir de aquí hablé solo. Colgó el teléfono y se pasó unos cuántos días sin darme señales de su vida. Intenté localizarla, la llamé incontables veces sin que el resultado fuera el esperado: o bien colgaba, o directamente no lo cogía.
Precisamente estos días que Clara me evitó, enojada aparentemente sin motivo creía yo, tenía hora para la vacuna. Intentaba solucionar el desentendimiento entre ella y yo pero sin obsesionarme. Además pensaba más en la otra chica que en Clara. Ese día de la vacuna pensaba todas las horas en ella. Cuando me pincharon con la aguja, estaba tan concentrado en ella, que me parecía un flechazo de Cupido en el brazo y no la vacuna. Califiqué ese sutilísimo dolor como un dulce pinchazo amoroso.
Cuando salí a la calle otra vez sin saber adonde ir, vagué por una calle que me resultaba familiar. Era la calle de mi atraco y al fondo se veía el bar con su terraza. Me acordé que la policía tenía que llamarme para decirme qué había sido de mi cartera: si la habían hallado o no. Pero eran tan lentos que aún no había sido llamado. Cerca del bar vi una sedosidad familiar. ¡Era ella! Mi auxiliadora. La veía diferente. Vestía diferente y además se tiñió el cabello de peliroja. No traje el pañuelo. Ni tan solo lo había lavado. Ni habiéndolo traído podía devolvérselo en esas míseras condiciones. Podía aprovechar, sin embargo, para pedirle algun dato que me llevara a localizarla para devolvérselo en un futuro aproximadamente inmediato. La saludé.
―Hola. ¿Te acuerdas de mí?
―¿Es a mí?
―Sí. ¿No recuerdas? Hace unos días...
―¿Quién eres?
―Vaya... Veo que no te acuerdas...
―Evidentemente, no te he visto nunca. ¿Qué te crees?
―No es que... Bueno quizás me he confundido. Pero juraría que eres tú quien me vendó la mano el otro día cuando me asaltaron en la calle cerca de este bar.
―¿No crees que si recordara semejante hecho te hubiera dicho que sí? Además un acontecimiento así según dices no es fácil de olvidarlo y yo me acordaría. Sigue tu camino y no me molestes más.
―Pero entonces... ¿Si no eres tú...? Y ahora cómo la encuentro...
―Que te vayas.
Vaya palo me llevé. Me desanimé muchísimo. Juré y aún sigo jurando que era ella, pero ¿por qué reaccionó de ese modo? Me giré de vuelta por donde vine y me puse a llorar, de decepción, de impotencia, de repudio inesperado... Aquella joven con la que tanto había pensado esos días y que tanta dulzura me mostró había cambiado como la dirección del viento. Más grave aún era la situación teniendo en cuenta el mal momento que pasaba con Clara. Ya no sabía qué hacer ni conmigo ni con nada. Ni sabía tan solo su nombre.
En ese preciso instante, el móvil sonó. Era la policía. Habían encontrado la cartera pero no al delincuente. Vacía, agujereada, sucia, como si la hubieran roido, me habían dicho. Ya nada valía la pena. No tuve ni ánimos de ir a identificarla. Omití ese trámite absurdo que no me llevaba a nada. Y me fui para casa. Todo se me giraba en contra.
Al día siguiente, Clara ya esperaba que yo me interesase por ella otra vez. Estaba dispuesta a olvidar, no obstante seguía algo enfadada conmigo. No la llamé, ni me interesé por ella, ni la perseguí, ni fui a su encuentro. Pero cuanto más tiempo transcurriera, menos paciencia tendría y el enfado aumentaría de nuevo dejándome otra vez con poca credibilidad ante ella y entre la espada y la pared. Deshecho. Así es como estaba, no me quitaba de la cabeza el encuentro rompecorazones del día previo. Pasaron los días. No me acordaba de Clara. Yo la quería, pero quería novedosamente más a la chica del pañuelo. Hasta tal punto habíamos dejado de saber del otro, que Clara dio el primer paso. Llamó:
―¿Abel?
―¿Quién es...?
―Yo... Clara. ¿Cómo estás...?
―Pues...
―¿Puedes venir? ¿O vengo yo?
―¿Aún estás enfadada?
―Aunque así sea, te echo de menos...
―Estoy algo desmotivado, desanimado.
―¿Por mí?
―Por todo.
―¿Qué te pasa?
―¿Quieres venir? Ven. Nos irá bien vernos creo.
―De acuerdo. Vendré luego. Hasta luego.
Ni una pregunta. Sorteé todas las preguntas que me hizo. Clara siempre me quiso. Pero en ese momento estábamos en punto muerto. Cuando uno de los dos caía y en la relación no había la comunicación suficiente el otro caía también arrastrado. Conversación telefónica con pausas largas, con pocas palabras. Tenía en la cabeza a una persona que no era Clara. Quizás si nos hubiéramos compenetrado más el uno con el otro e incentivado más la comunicación, esa situación no hubiera llegado, pero la irrupción de la joven de la piel de seda me lo trastocó absolutamente todo. Su reacción inesperada y áspera del reencuentro me dio un poco más de confianza en la relación entre Clara y yo, al detenerme en hacerme ilusiones en ella.
Finalmente Clara llegó, la observé por la ventana. Entró en mi casa. Prácticamente se impulsó sobre mí, abrazándome, pero yo no reaccioné. Bueno, tarde y fríamente. Le puse las manos suavemente en hombros y espalda. Caímos al sofá. Estuvo encima mío unos largos minutos y gozamos de un silencio relativamente adecuado. Se la veía dócil, dulce, a gusto. Miré por la ventana y vi a la chica. Derramé unas lágrimas intentando disimular discretamente. Ella se aferraba a mí sin mirarme la cara, los ojos. Apoyaba su mejilla en la parte baja de mi pecho. Sentía comodidad y con los ojos cerrados ofrecía una tierna imagen que por mi culpa quizás quedaría en el olvido de nuestros recuerdos casi agotados de alegría, ternura, amor...
Entonces, observé que incluso con sus ojos cerrados era capaz de derramar las mismas lágrimas por mí que yo no derramaba por ella. No obstante, me di cuenta de cuánto me amaba Clara. Pero me sentía de corazón de piedra con ella. Le acaricié una mejilla y mis dedos se mezclaron con sus sutiles lágrimas de sufrimiento. Creía que no llevaba a ninguna parte esa relación, quería desaparecer, pero no había tenido nunca a nadie como ella.
La alcé de mis brazos, se incorporó, me miró con una cara... Una cara tan inocente, tan tierna, tan inofensiva, sonrojada, invadida por las lágrimas del dolor. Dulce niña era en ese momento. Me fui a la ventana en búsqueda de la chica. Clara, al ver que me alejaba de sus brazos para dirigirme hacia la ventana, sorprendida, acentuó su tristeza extremadamente visible en su rostro delicado. Ella tenía una piel algo cándida y porcelanosa. La chica del pañuelo opuesta, pero era más reluciente. Error: me identificó la herida de la mano. Como todo el tiempo la había tenido tras sus ojos, que además en mayor parte habían estado cerrados, no la pudo observar. Entonces me preguntó:
―¿Qué tienes en la mano?
―Esto... Te lo dije. Me atracaron y me hirieron la mano con un puñal.
―¿De verdad...?
―Te lo dije, pero no me creíste. Me lo hicieron antes de llegar a la cita...
―Pero...
―¿Qué?
―Nada... ¿Por qué miras por la ventana?
―Por...
―Ya no te salen ni las excusas...
Silencio total. Machacante momento. Violento para ambos. Cogió sus cosas y se marchó volando. Impotente, derrochando lágrimas de ternura. Era y estuve como una piedra. Qué fácil hubiera sido desearla igual que a ella... Pero no eran la misma y para cada persona lo que se siente es diferente.
Bajé, la busqué. No la vi. Me senté en un banco de la esperanza y vi pasar gente hasta que...
No comments:
Post a Comment